Cuando Jesús nació, Dios puso una estrella especial en el cielo. Muy lejos, en el Oriente, tres hombres muy inteligentes vieron la misma estrella. La estrella que Dios había puesto en el cielo cuando Jesús nació. Sabían que era una señal. Había nacido un rey.
¡El ya ha venido! Gritaron. Al amanecer cargaron sus camellos y envolvieron regalos para el bebé. Le llevarían sus tesoros más preciosos: incienso, oro y mirra. Cosas especiales, brillantes, olorosas y relucientes para un rey.
Viajaron por meses, iban montados en camellos cruzando desiertos, montañas, valles, ríos y praderas, hasta que, por fin, llegaron a Jerusalén, se detuvieron en el palacio del rey Herodes.
¿Dónde está el bebé que ha nacido para ser rey? Preguntaron los tres hombres sabios. Hemos venido a darle la bienvenida y a adorarlo. Herodes se inquietó por su llegada. ¿Qué otro rey podía existir además de él? Le dijo a los hombres sabios que le dijeran si encontraban al rey, no era para adorarlo o darle regalos, quería matarlo.
Los hombres sabios continuaron su viaje hasta llegar a Belén, donde la estrella parecía haberse detenido sobre una casa. Entraron y encontraron a María con su pequeño hijo. Adoraron a Jesús y le dieron los regalos que habían traído: oro, incienso y mirra.
Los hombres sabios siguieron la estrella, Dios mismo los dirigió y les dio alegría al llegar a su destino. Cuando seguimos a Dios, él nos ayuda a sentirnos felices también.
Cierra tus ojos y oremos: Señor me alegra que los tres hombres sabios hayan seguido el camino que Tú les diste. Yo también quiero seguirte.